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El mes de mayo llegó con una devastadora oleada de incendios forestales en Canadá. Las provincias de Alberta, Manitoba y Saskatchewan enfrentan una de sus peores temporadas en años. En cuestión de días, el fuego ha reducido a cenizas miles de hectáreas de bosque.
Las cifras duelen: más de 30 mil personas han sido evacuadas. Pero más allá de los números, hay rostros. Familias indígenas han visto desaparecer sus comunidades. Algunas de ellas están siendo trasladadas a las Cataratas del Niágara, un lugar que, irónicamente, representa paz y belleza para el resto del mundo.
El gobierno federal ha desplegado recursos extraordinarios, y se han sumado brigadas internacionales. Aun así, la situación sigue siendo crítica. El humo ha cruzado fronteras y ha comenzado a alterar el clima y la salud en regiones alejadas del foco del incendio.
La emergencia comenzó a principios de mayo y, aunque se han contenido algunos focos, la amenaza sigue viva. La combinación de sequía prolongada, vientos impredecibles y temperaturas anormales ha creado el cóctel perfecto para una catástrofe ambiental.
“Nunca habíamos vivido algo así. No se ve el cielo, huele a ceniza, y la gente está desesperada”, relató una voluntaria a Global News.
Este desastre pone sobre la mesa la vulnerabilidad de ciertas poblaciones ante el cambio climático, y obliga a repensar las políticas de prevención de desastres naturales.